Yo nací en febrero, muy
pequeñito, desnudo, con la piel arrugada y con un frio de todos los diablos.
Una malvada mujer me levantó por los pies, me puso de cabeza y me propinó una tremenda nalgada que me hizo
llorar. En esos momentos, fue cuando me dije: “Si he sabido no nazco”
Pero la verdad es que sí
hubiera nacido, pues la vida, nalgadas aparte, me trató bien de ahí en
adelante. Hoy me cuesta un poco relatar cosas importantes de mi existencia, no
porque ésta no haya sido interesante, sino porque he leído las biografías de
algunos talleristas y temo desentonar con una escritura insípida y falta de
color. Además viajes, universidades y todo eso.
También por mi barrio pasaba el
tren. A las doce del día venía de
Durango, por eso el barrio se llama “La Durangueña”. Por las noches eran dos o
tres los que arrullaban mi sueño, de modo tal que aprendí a dormir con el traca
traca y el cimbrar de rieles y durmientes. También aplasté redondas monedas de
cobre de cinco centavos en las vías. De cuando en cuando sigo escuchando un
largo silbido a medianoche.
Soy hijo de un ferrocarrilero
bonachón que nunca fue capaz de reprender a sus hijos, dejando esa tarea nada grata en Ana
María, mi madre, a quien le sobraban arrestos
no digo para regañar, sino hasta para llegar a las manos con quien la
contradijera o hiciera algo reñido con sus deseos o con su concepto de lo
correcto. A Ana María, debo el haberme
enamorado de una vida hecha para contar
embustes. Su imaginación era prodigiosa y te hacía pasar horas y horas contando
historias. Ya daré a conocer alguna.
Muy joven me fui a caminar por
el país, creyendo que lo hacía por el ancho mundo. No sé si me perdí de algo,
pero hoy no tengo interés por viajar mostrando pasaporte, porque no lo tengo y
no me interesa tenerlo. También perdí amigos en el trágico 1968 y por muy poco
me salvé de asistir a la Plaza de las Tres Culturas aquel dos de octubre, donde
ocurrió algo ya relatado por mi paisano Roberto. En ese año yo ya estaba casado
con una extraordinaria mujer. En nuestro viaje de bodas, cuando llegamos a
la capital yo la presenté a algunos amigos y ellos, al conocerla, le dijeron:
“¿Tú eres Concha Luna? Nosotros te publicamos ya unos poemas” Algo que ambos ignorábamos. Como ellos eran poetas y yo no
nunca supe escribir ni un verso, perdí amigos que ella encontró. Algo bueno
para enriquecer el mundo interior, dicen. Pero lo malo de esta historia es algo
que había ocurrido unos pocos años antes.
Estudiaba yo en el Instituto Cultural
Hispano Mexicano, dirigido por Paco Ignacio Taibo; el taller de teatro, donde
yo estaba, lo dirigía Carlos Catania, un argentino que valía su peso en oro.
Este caballero, al no encontrarme cualidades de actor, charlaba conmigo
largamente de lo que por aquel entonces empezaba yo a conocer en literatura. Si
mal no recuerdo es la época en la que llega “Rayuela” a las librerías de México
y muchos nos volvíamos locos hablando de la novela. Catania me propuso que
escribiera un cuento de no más de dos cuartillas y se lo entregara para ver
cómo andaba yo. A los pocos días
apareció el cuento en una revista que se llamaba “Mujer de Hoy”. Además, me
dijo que me presentara a cobrar un cheque por una cantidad que entonces, si
bien no era fabulosa, me cayó de perlas. La directora de la revista, una
amabilísima mujer, me dijo que si quería seguir cobrando un cheque igual, que
le entregara un cuento cada mes. Escribí las más dulzonas, cursis y
lacrimógenas historias que se me ocurrieron. Casi todos esos textos, pudorosamente,
desaparecieron. Así sucedieron las cosas durante un tiempo y yo, sin
experiencia, sin saber lo que significa escribir (sigo igual), escribía y
cobraba. Alguien debe haber corregido esos textos que de seguro iban llenos de
errores. Nunca supe quien lo hacía. Años después, un amigo me pidió algunos
cuentos para publicar en “El Diorama de la Cultura” del diario
“Excélsior”, cada semana. También me
pagaron y si alguien se sorprende por lo que acabo de contar, quiero decirle
que yo ahora estoy más sorprendido porque las cosas ocurrieron así. Debo
aclarar, sin embargo, que no pude convertirme en un mercenario, pues todo
ocurrió como ocurre la lluvia: sin mi
participación.
Si yo tuviera algo de pudor, no
relataría esto, pero es la pura verdad. Algunos textos los conservé, otros los
perdí. “El Escondite”, uno que ya publiqué en este foro, es de aquella
época. “Ceres”, también es viejísimo y
ganó un pequeño premio regional. Escribí para teatro y representé mis trabajos.
Mantuve durante más de 100 representaciones una obra de teatro para niños.
Entre mi esposa y yo fundamos la Casa de la Cultura de nuestra comunidad y más cosas hice e hicimos en el terreno de
las bellas actividades, pero ya me voy a callar. Tengo tres hijos y cuatro
nietos; en mi casa hay varios perros y gatos y mi mujer, aparte de cuidar al
marido, a los hijos y a los nietos, cura, cuida, protege y alimenta varios
perros callejeros porque ella es de corazón dulce y etéreo. Amamos a los
animales: a los pájaros, a las arañas, a las hormigas, a las serpientes, a las
palomas, a los búhos, a los gorriones (acá les llamamos chileros), a los peces, a las gallinas, a las
tórtolas que nos despiertan por la
mañana cantando en los árboles que hay en la acera de nuestra casa. No queremos
saber nada de toreros ni de políticos. Tampoco de pescadores y cazadores que
practican el “deporte” de asesinar animales. También detestamos cordialmente a
los presuntuosos, a los arrogantes, a los fatuos, a los pagados de sí mismos, a
los que saben todo de todo, menos de la casa infinita que es el corazón del
hombre. Ahora sí, fin, fin, fin…(El dulce viejecito de la foto soy yo)
Alfredo