martes, 2 de abril de 2013

De barrios y trenes



Yo nací en febrero, muy pequeñito, desnudo, con la piel arrugada y con un frio de todos los diablos. Una malvada mujer me levantó por los pies, me puso de cabeza  y me propinó una tremenda nalgada que me hizo llorar. En esos  momentos,  fue cuando me dije: “Si he sabido no nazco”
Pero la verdad es que sí hubiera nacido, pues la vida, nalgadas aparte, me trató bien de ahí en adelante. Hoy me cuesta un poco relatar cosas importantes de mi existencia, no porque ésta no haya sido interesante, sino porque he leído las biografías de algunos talleristas y temo desentonar con una escritura insípida y falta de color. Además viajes, universidades y todo eso.

También por mi barrio pasaba el tren. A las doce del día  venía de Durango, por eso el barrio se llama “La Durangueña”. Por las noches eran dos o tres los que arrullaban mi sueño, de modo tal que aprendí a dormir con el traca traca y el cimbrar de rieles y durmientes. También aplasté redondas monedas de cobre de cinco centavos en las vías. De cuando en cuando sigo escuchando un largo silbido a medianoche.
Soy hijo de un ferrocarrilero bonachón que nunca fue capaz de reprender  a sus hijos, dejando esa tarea nada grata en Ana María, mi madre, a quien le sobraban arrestos  no digo para regañar, sino hasta para llegar a las manos con quien la contradijera o hiciera algo reñido con sus deseos o con su concepto de lo correcto.  A Ana María, debo el haberme enamorado de una  vida hecha para contar embustes. Su imaginación era prodigiosa y te hacía pasar horas y horas contando historias. Ya daré a conocer alguna.
Muy joven me fui a caminar por el país, creyendo que lo hacía por el ancho mundo. No sé si me perdí de algo, pero hoy no tengo interés por viajar mostrando pasaporte, porque no lo tengo y no me interesa tenerlo. También perdí amigos en el trágico 1968 y por muy poco me salvé de asistir a la Plaza de las Tres Culturas aquel dos de octubre, donde ocurrió algo ya relatado por mi paisano Roberto. En ese año yo ya estaba casado con una extraordinaria  mujer.  En nuestro viaje de bodas, cuando llegamos a la capital yo la presenté a algunos amigos y ellos, al conocerla, le dijeron: “¿Tú eres Concha Luna? Nosotros te publicamos ya unos poemas” Algo que ambos  ignorábamos. Como ellos eran poetas y yo no nunca supe escribir ni un verso, perdí amigos que ella encontró. Algo bueno para enriquecer el mundo interior, dicen. Pero lo malo de esta historia es algo que había ocurrido unos pocos años antes.
Estudiaba yo en el Instituto Cultural Hispano Mexicano, dirigido por Paco Ignacio Taibo; el taller de teatro, donde yo estaba, lo dirigía Carlos Catania, un argentino que valía su peso en oro. Este caballero, al no encontrarme cualidades de actor, charlaba conmigo largamente de lo que por aquel entonces empezaba yo a conocer en literatura. Si mal no recuerdo es la época en la que llega “Rayuela” a las librerías de México y muchos nos volvíamos locos hablando de la novela. Catania me propuso que escribiera un cuento de no más de dos cuartillas y se lo entregara para ver cómo andaba yo.  A los pocos días apareció el cuento en una revista que se llamaba “Mujer de Hoy”. Además, me dijo que me presentara a cobrar un cheque por una cantidad que entonces, si bien no era fabulosa, me cayó de perlas. La directora de la revista, una amabilísima mujer, me dijo que si quería seguir cobrando un cheque igual, que le entregara un cuento cada mes. Escribí las más dulzonas, cursis y lacrimógenas historias que se me ocurrieron. Casi todos esos textos, pudorosamente, desaparecieron. Así sucedieron las cosas durante un tiempo y yo, sin experiencia, sin saber lo que significa escribir (sigo igual), escribía y cobraba. Alguien debe haber corregido esos textos que de seguro iban llenos de errores. Nunca supe quien lo hacía. Años después, un amigo me pidió algunos cuentos para publicar en “El Diorama de la Cultura” del diario “Excélsior”,  cada semana. También me pagaron y si alguien se sorprende por lo que acabo de contar, quiero decirle que yo ahora estoy más sorprendido porque las cosas ocurrieron así. Debo aclarar, sin embargo, que no pude convertirme en un mercenario, pues todo ocurrió como ocurre la lluvia: sin mi  participación.
Si yo tuviera algo de pudor, no relataría esto, pero es la pura verdad. Algunos textos los conservé, otros los perdí. “El Escondite”, uno que ya publiqué en este foro, es de aquella época.  “Ceres”, también es viejísimo y ganó un pequeño premio regional. Escribí para teatro y representé mis trabajos. Mantuve durante más de 100 representaciones una obra de teatro para niños. Entre mi esposa y yo fundamos la Casa de la Cultura de nuestra comunidad  y más cosas hice e hicimos en el terreno de las bellas actividades, pero ya me voy a callar. Tengo tres hijos y cuatro nietos; en mi casa hay varios perros y gatos y mi mujer, aparte de cuidar al marido, a los hijos y a los nietos, cura, cuida, protege y alimenta varios perros callejeros porque ella es de corazón dulce y etéreo. Amamos a los animales: a los pájaros, a las arañas, a las hormigas, a las serpientes, a las palomas, a los búhos, a los gorriones (acá les llamamos chileros),  a los peces, a las gallinas, a las tórtolas  que nos despiertan por la mañana cantando en los árboles que hay en la acera de nuestra casa. No queremos saber nada de toreros ni de políticos. Tampoco de pescadores y cazadores que practican el “deporte” de asesinar animales. También detestamos cordialmente a los presuntuosos, a los arrogantes, a los fatuos, a los pagados de sí mismos, a los que saben todo de todo, menos de la casa infinita que es el corazón del hombre. Ahora sí, fin, fin, fin…(El dulce viejecito de la foto soy yo)

Alfredo