Mi historia es de
lo más común. Y no pensaba contarla, precisamente por carecer de interés.
Leyendo las vuestras me doy cuenta de que lo normal para mí, y para cada uno de
nosotros, no es lo mismo. Por ello, lo voy a intentar.
Nací en un barrio
obrero de inmigrantes en el año 1968, cerca de unas vías de tren donde había
chicos malos que se jugaban la vida cruzando cuando el tren se acercaba,
poniendo monedas en la vía o aguantando la respiración hasta el borde de la
asfixia. Pero esos eran los chicos malos. Yo era una buena chica que iba a misa
todos los domingos y a quien no dejaban casi salir a la calle. De más
mayorcita, alguna vez me escapaba, y me sentaba en el rellano con otros niños
del bloque o en la parte de atrás y jugábamos a béisbol hasta que se colaba la
pelota en algún balcón. No tuve muñecas, ni patines, ni bicicleta y heredaba la
ropa de mis primas. Veraneaba cada año en un pueblecito de Soria que no sale en
algunos mapas. Viajábamos en un Seat 127 amarillo cargado a rebosar.