Entre pasado y presente
Nací en Badajoz. Mi
papa era juez y mi mamá de profesión sus labores. Orteguita fue mi mejor amigo.
De infancia y de adolescencia, se entiende, que es cuando podemos tener amigos,
antes de que la vida nos vaya robando la inocencia y nos transforme en lobos
solitarios y desconfiados. Lobos entre los lobos. Muchos años después, al borde
de la muerte y de modo inexplicable, mi madre centenaria se acordó de él. Me
cogió la mano, no con fuerza, no como quien se niega a dejar la vida, sino con
la suavidad de quien se apresta a hacer una última confidencia. Me incliné para
escuchar: Hijo, me preguntó, ¿qué fue de tu amigo Orteguita, por qué no ha
venido a despedirme? A Orteguita lo mató una moto mientras paseaba con su novia
por la carretera de Plasencia, ¿no te acuerdas, mamá? Pareció aliviada. No era
una traición, la muerte justifica todas las ausencias. Le dije que Orteguita la
esperaba en la otra orilla y creo que murió en paz.
A mamá siempre la
recuerdo con su labor de punto en las manos. Yo le preguntaba, ¿para quién
tejes todos esos jerséis? ¿Estos?, son para los presos que están pasando frío
en las cárceles de Franco, hijo.
Cada año íbamos en
tren a Madrid, a visitar a la abuela cubana. El viaje duraba casi un día
entero. Mi padre llamaba Cubita a la abuela. Una mujer menuda, bajita, con un
cuerpo ya sin formas femeninas que me miraba con una sonrisa embelesada.
¿Quieres café con galletas? Luego me llevaba al gabinete, me sentaba a su lado,
me contaba historias de Cuba y me enseñaba fotos antiguas, amarillas o de color
sepia. Mira, esa niña con el vestido blanco soy yo. ¿Y esa negra que está a tu
lado? Esa es la Quica, la esclava que me criaba, pobre Quica. ¿Por qué pobre,
abuela? Como no podíamos traerla a España con nosotros...y mi abuela parecía
dudar ¿Qué? No tenía adónde ir, se tiró al pozo.
Un día, mi padre
anunció, vamos a despedir a la abuela. La encontré en la cama, una cama
antigua, alta; ella estaba lúcida, despierta, con la misma sonrisa de siempre.
Me acerqué y le di un beso, adiós, abuela.
En Febrero del año
59 yo era estudiante en Madrid cuando organizamos una lectura poética para
celebrar el aniversario de la muerte de Antonio Machado. Viajamos a Segovia en
tren. Queríamos leer versos del poeta en el Instituto donde él enseñó. Una
tropilla de falangistas encamisados de azul nos atacó, nos corrió y nos apaleó.
Tuvimos que defendernos y a uno de ellos le abrimos la cabeza de un cantazo.
Murió con los sesos fuera. Tuve que huir al extranjero abandonando casa,
familia, amigos y media docena de novias que me cuidaban y me mimaban con
cariño más maternal que carnal ¡lástima!
Encontré refugio en
sagrado. Un convento medieval. Los curas regentaban un pequeño colegio perdido
en las la landas bretonas, flageladas por un viento húmedo y frío. Su director,
el canónigo B., me dio techo, comida y trabajo. Nunca conocí ni conoceré un
hombre tan justo y tan bondadoso. Le estoy eternamente agradecido. Enseñé
español y algo de filosofía a aquellos campesinos bretones, muchachotes rudos,
sin malicia ni doblez. Ellos me enseñaron a hablar bretón y a beber
aguardiente. Los monjes del convento, encerrados dentro de la jaula de su voto
de castidad, compensaban su frustración comiendo como salvajes y bebiendo como
cosacos.
Muchos años
después, cuando al canónigo B lo mató el auto de un conductor ebrio, me fui a
las Américas.
En Perú, participé
en los movimientos agrarios que sostenían la revolución de Velasco Alvarado.
Trabajé en los ingenios azucareros de Casa Grande, en Trujillo; visité las
comunidades indígenas de la sierra, viví durante varios meses en una barriada
(entonces las llamaban Pueblo Jóvenes) de Lima rodeada de basurales.
De Buenos Aires,
recuerdo, el día de la fiesta nacional, los vendedores callejeros de banderitas
blanquiazules; la llegada del General Videla a la catedral. Debajo de las
columnas del pórtico, le recibía un revuelo de uniformes engalanados y de
púrpuras cardenalicias.
En el tren que me
llevó a Tarija hacía un frío del carajo. Nunca en mi vida pasé tanto frío. No
se podía ver el paisaje porque los cristales iban recubiertos de una espesa
capa de hielo, por fuera y por dentro.
En una de las
barriadas que rodean la ciudad de Cochabamba, en Bolivia, nos acogen dos monjas
españolas. Tenemos un vaso de agua hervida en la mano, y la más mayor nos da
una bolsita de té. La sumergimos un poco en el vaso para que el agua tome algo
de color y se la pasamos al compañero. No, azúcar no tenemos. En la pared veo
la foto de un cura asesinado, por subversivo. Quizás las monjas tengan sueños
eróticos con él... Y ustedes, madres, ¿no tienen miedo a que las maten?,
pregunto. La más joven sonríe. Sí, mucho miedo. Pero nos lo aguantamos. Es
guapa, muy morena, seguro que huele a cera, a incienso, a santidad. Venzo la
tentación de quedarme a vivir con ella (¿cómo será de suave una teta de monja?)
para que abandone su voto de castidad. Salimos fuera a visitar el Centro, que
está en lo alto de la colina.
Yo vine por los
niños, cuenta la monja más joven, señalando a los que hay por las calles. Sentados
en el suelo, inmóviles, apenas alzan la cabeza para mirarnos pasar, con una
vaga expresión de curiosidad. Parecen indiferentes a todo: al viento húmedo que
les empapa la ropa, a la suciedad que les rodea. Juguetean con un trozo de
cuerda, un culo de botella o un alambre oxidado, pero ninguna sonrisa ilumina
sus rostros. Son como plantas que nunca conseguirán florecer ni madurar.
Tenía que haber ido a las minas donde me espera Domitila Barrios (ya
falleció, la pobre) pero en La Paz me pilla el golpe de estado de García Meza.
Ayudo a levantar barricadas. Cuando las cosas se ponen feas, reacciono como un
vil cobarde y acudo al Cónsul, quiero escapar de la escabechina que se prepara.
El cónsul me mira de arriba abajo, da una larga chupada al puro que se está
fumando, ¿para qué vino a este país de mierda?, me reprocha, asuma las
consecuencias.
Ecuador, México, Salvador, Guatemala.
De vuelta trabajo en París en Amnesty International, primero en la
sección argentina, luego en el comité director de CASA. Acción Especial para
América Central. Mejor no cuento los horrores que nos tocó ver y tratar de
remediar allí.
El arzobispo de San Salvador, Oscar Romero, viaja a Europa. En París ha
tenido una jornada larga y cansada. A la noche, en la Residencia donde se
aloja, en una pequeña sala sin casi muebles ni adornos en las paredes, somos
seis personas. El arzobispo, dos monjas salvadoreñas, el cantante Armijo, su
hermano, del Frente Farabundo Martí y un servidor de ustedes. Nunca olvidaré
aquella velada. El arzobispo habla de su viaje a Roma, se burla suavemente del
Papa, ¿qué sabrá él?, que tenga cuidado con los subversivos, me ha dicho. Me
recuerda la bondad del canónigo B. Me regala un libro, firmado, con los poemas
de Roque Dalton.
Un mes más tarde me despierta el teléfono. Han asesinado al arzobispo.
Decido cambiar de continente.
Durante dos años trabajo en el Liceo Francés de Yibuti, plataforma donde
se cruzan árabes, etíopes, somalíes eritreos, militares, mercaderes, nómadas
del desierto. Con estos últimos convivo durante un par de semanas. Aprendo lo
que significa realmente la palabra hospitalidad. Aprendo a respetar el agua.
Una gota de agua vale infinitamente más que una pepita de oro o que un grueso
diamante.
En Yemen, donde todo el mundo se pasea con una Kaláshnikov al hombro, y en contra de los
avisos de prudencia, trato de salir de la capital porque el alma de un país se
conoce fuera de los centros urbanos, en el campo. Unos pacíficos campesinos me
suplican que me deje raptar. Dejo que me rapten, avisándoles que no sé si
alguien pagará un rescate por mí, por mínimo que sea. Me invitan a una fiesta,
para agradecerme. No hay mujeres. Los hombres danzan entre ellos —sueltos o agarraos— mastican
hojas de quat amargo, blanden puñales de hojalata, que todos llevan no al
costado sino delante, a la altura del bajo vientre, símbolo fálico evidente. Al
final pago yo mismo mi rescate y me despiden con alegría. Durante todo ese
tiempo no he visto ni una sola mujer.
Por eso recuerdo con infinita nostalgia a la que en Tadjoura me enseñó a
quitarle las espinas al pescado recién asado sin quemarme los dedos
Me doy cuenta de que me empiezo a hacer viejo. Me retiro a cultivar mi
jardín, como Candide (metáfora que cada cual puede interpretar a su gusto).