Por
Pandora Coelho
Nací en un pueblecito del interior de São
Paulo, Brasil. Fui concebida por una pareja de jóvenes hipes en los años
sesenta y muchos. Mi madre, reportera de un periódico importante, logró un
puesto internacional. Así que en mi primera infancia y hasta los seis años,
viajé por todo el mundo con ella. Luego, al ingresar en la escuela, fui dejada
a los cuidados de una familia de clase baja. Recibí una educación cristiana y
muy severa, donde el respecto era el principal lema. Tenía que respetar hasta
las piedras.
En mi adolescencia, indagué por mi padre. A
quién, al conocer, me decepcionó profundamente. Y a pesar de no quererle, llevo
sus genes y naturalmente estoy siguiendo sus pasos por puro instinto. Mi madre
siempre me decía y dice; “¡Eres igual que tu padre!” Esto me pone furiosa
porque no quiero parecerme a él en nada.
Con catorce años tuve mi primer amor y a
razón de ello comencé a escribir. Mis profesores, encantados y maravillados con
mis poemas y sonetos me incentivaban a escribir más y más. A los quince tuve mi
primer libro, ayudado por mi madre, claro. Una edición pequeña y limitada.
Me pagaron escuela de pintura, baile y
otras tantas que siempre dejé para leer y escribir. Solamente dejé de lado mi hábito por unos
cuantos años, aunque seguí con mis anotaciones. En los ochenta, cuando el
“movimiento punk” estaba de moda, fui punk, skinhead y hasta gótica. Estudié
técnico en publicidad. Luego ingresé en la universidad de psicología por un
periodo de dieciocho meses y luego abandoné. No veía justo que me pagasen las
mensualidades para que yo pasase las noches en un bar, entre amigos, jugando a
las cartas.
Mi psicólogo decía que todo mi trastorno
provenía por la falta de la figura paterna. ¿Qué sabía él? Si mi padre es quien
me ha educado, alimentado y cuidado…
Fue por estos años que mi progenitor logró
el “¡Bum!” y se hizo famoso. Lo odié aun más.
En los noventa resolví casarme y separarme
al año. Volví a ingresar en la universidad, esta vez en administración de
empresas. Ya más madura, resolví montar un negocio con otras cuatro amigas. Tal
empresa duró ocho meses. No estábamos dispuestas, ninguna a dejarse mandar por
la otra. En aquello entonces ya me había marchado de casa. Tenía mi casa y mi
vida.
Una vez terminada la carrera y con la
empresa desmantelada, decidí aventurarme por el mundo. Era llegada la hora de
recordar los muchos lugares que había estado cuando era solo una niña. Escribí
en cuatro trozos de papeles; España, Italia, Japón y EEUU. Por suerte o azar,
me salió España.
En el año mil novecientos noventa y cuatro,
vine a pasar las vacaciones. Esto dije a mi madre. En la verdad, vine fugada de
mi cardiólogo que no me dejaba en paz. Había tenido un problema de arritmia y
fue consultar. Cuando entré en la consulta casi me caigo de espaldas. Detrás de
la mesa un joven muy simpático y guapito.
Después de la segunda consulta, Marcos, así
se llamaba, me invitó a salir. Me hice la dura. No deseaba volver a tener una
relación con el sexo opuesto jamás. Pero acabé cediendo a la insistencia del
joven doctor. Salimos a cenar y a bailar.
Aquel día cuando llegué a casa, estaba
decidida que no volvería a la consulta jamás de los jamás. Sin embargo, el
joven doctor comenzó a llamarme. Era tan insistente que comencé a sentirme
presionada, acorralada, cohibida y hasta acosada.
En España, mi vida —repitiendo la de mi
padre— fue fiesta, fiesta y más fiesta. Llegó al punto que mi hermana, quien me
hospedaba en su casa, me dio una citación; o cambiaba de vida y buscaba un
trabajo o volvía a Brasil. Resultado, busqué trabajo, lo encontré y me cambié a
un piso en la zona de LLanes, Asturias. Pero mi vida siguió siendo la misma;
fiesta, trabajo-trabajo, fiesta.
Conocí a Arturo. Vivimos un año. Luego se
mató en un accidente de tráfico. Decididamente no estaba hecha para tener una
vida en común con nadie. Volví a mi país.
Me aburría. Mis “padres” me presionaban, mi
madre biológica me presionaba, todos me exigían que madurara. Volví a España.
Fui a Italia. Volví a España. Entonces conocí a mi actual marido. Salíamos en la
misma pandilla, de fiesta, claro. A los dieciocho meses nos casamos en
Brasil.
Yo iba volver a montar la empresa, pero él
no quiso quedar. Vinimos para Europa. Aquí me dediqué a tener dos hijas lindas,
criarla y educarlas. Cansada de mi vida rutinaria de madre, esposa y ama de
hogar, decidí volver al mundo laboral. Montamos una empresa de construcción.
Entonces entré para trabajar en el Ayuntamiento local ocupando una plaza que no
era mía. Al poco tiempo tuve que dejarla a su nuevo dueño.
Pasé de una empresa a otra, desempeñando
diversos puestos en diversas áreas, pero seguí integrada en el Ayuntamiento
local, ayudando en eventos y la asistencia de mujeres victimas de la violencia.
Fue entonces cuando retomé mi amor antiguo, la escritura. Durante todos estos
años, solo hacía anotaciones, pero no desenvolvía nada.
Fue entonces cuando me encontré con una
enorme barrera; la ortografía y gramática castellana. Un impedimento que me
llevó cinco largos años para comenzar a entenderla. Comencé a participar en concursos
literarios a la vez que hacía cursos de escritura creativa. Los dos primeros
años fueron pura desilusión, hasta que en dos mil y diez tuve mi primer relato
editado en una revista en Argentina. Esto me animó a seguir. A finales del
mismo años un tercer premio en FIMBA. En
dos mil doce un séptimo galardón en Internautas, dos libros compartidos y una
novela, y en dos mil trece otro libro compartido. Lo que más me alegra es que
he logrado todo esto sola, mismo sabiendo que mi progenitor vive cerca de la
frontera con Francia, a pocas horas de Asturias.
Soy consciente que aun me queda un largo
camino para recorrer, pero estos pequeños detalles me animan a seguir
estudiando, practicando y aprendiendo. A pesar de la crisis que forzó el cierre
de la empresa donde trabajaba, dejándome en una situación delicada; como la
mayoría de los españoles de hoy en día; y el cierre de la empresa familiar,
encontré en mi familia el ánimo para seguir y no parar.