El
gobierno había decretado toque de queda a partir de las seis de la tarde, poco
importó en casa, mamá iba a dar a luz. Nací en Huánuco, donde durante año y
medio viví en casa de mis abuelos maternos, rodeado de tías. ¿Quién recuerda el
primer año? Yo solo tengo imágenes vagas de una habitación celeste, un ropero
enorme y un anciano (con quien comparto un nombre) que me llevaba en sus rodillas;
quizás esa es la razón –y recién lo advierto– del color que siempre han llevado
las paredes de mi dormitorio.
Mi padre había comprado un terreno en la capital y
decidió regresar definitivamente a Lima –él nació allí–, mi madre, mis hermanos
y yo lo seguimos.
El terrorismo había tomado fuerza en provincias,
pero el centralismo hacía de Lima la ciudad más blindada y con ciertas
oportunidades. Sin embargo, los primeros años fueron duros, pero quizás los más
felices. Podíamos sufrir un apagón cada semana o reunir agua en bateas por las
noches, pero –entre velas y café pasado– la compañía siempre fue dulce.
Aprendí a leer en casa a los cuatro años, gracias a
mi hermana. Desde entonces leía Charlie Brown, Enciclopedias de animales y
otros libros que no sé de dónde los obtuve… pero recuerdo uno hasta ahora, que
–a pesar de la nueva doctrina que mis padres adoptaron al llegar a la ciudad,
la escuela dominical (que más parecía militarista) y la Biblia– me enseñó cuán
abrasivos resultan ser los lazos. Jugaba solo, recostado en un pasadizo de mi
casa, no culpo a “El Principito”, ni mucho menos a De Saint-Exupéry, por
mostrarme el significado de l’apprivoisement (domesticación) a los siete
años. Claro, tenía amigos –o los que llamas así en la infancia– con los
que jugué al trompo, fútbol, entre otras cosas, pero siempre preferí la
soledad.
Lo que más recuerdo de mis años en la escuela
primaria fue el año 1997. Estaba recostado en el piso, jugando o leyendo (no lo
sé), y todos en casa miraban la televisión. Me llamó la atención el “flash
informativo”. Yo no estaba enterado sobre el Gobierno de Fujimori, solo sabía
que era el presidente y que le había ganado las elecciones al FREDEMO de Mario
Vargas Llosa –quién, al irse a España, dedicó unas cuantas maldiciones para sus
compatriotas–, pero ese año ocurrió algo sorprendente. Lima ya no estaba
segura, el terrorismo la abordó, los cochebombas explotaban a plena luz del
día, las torres eléctricas se desplomaban, y ese año (1997) el MRTA tenía
secuestró a algunos diplomáticos y gente común en la Embajada de Japón. Canal
cinco transmitía lo que ocurría casi todo el día. La operación Chavín de
Huántar fue espectacular, los movimientos, la estrategia, el rescate de los
rehenes… ¡Magnífico!
Los primeros años de secundaria me mantuve al
margen, solo hablaba con algunos, sacaba buenas notas, regresaba a casa y leía
a García Márquez, un escritor colombiano del que me habló Claudio, un compañero
que también leía. Los dos últimos años jugaba baloncesto en la escuela, uno de
los deportes que más disfruté. Claudio –sí, otra vez él–, con el que (creo que)
conocí a Dostoievski y Camus, se enamoró de una rubia de la sección “B”. Dedicó
gran parte de su tiempo a intentar conquistarla, pero ella lo rechazó, y lo
único que él obtuvo fue: un tobillo roto gracias a un bache en el asfalto, el
último día de clases, cuando la persiguió para que ella respondiera “No”. Nunca
más pudo jugar baloncesto con la destreza que solía hacerlo. Decidí escribir su
fracaso o registrarla como crónica. A él le gustó. Luego, juntos intentamos dar
otro final a “Paco Yunque” (de César Vallejo), el original es tan agrio… bueno,
pero amargo.
Era hora de estudiar algo, mi madre siempre había
querido que fuera ingeniero de sistemas; otros, me veían como médico; yo,
quería escribir. Una voz me dijo: “No es necesario estudiar literatura para
escribir. Un químico puede ser un gran literato…”.
Estaba perdido, no quería saber nada con las
ciencias, mi mundo eran las letras… y casi, por cuestión del azar, estudié
Traducción e Interpretación (en inglés, francés e italiano). No es mi vocación,
pero me permite leer libros en su idioma original.
En mi primer año de universidad, me enteré de que
mi primera enamorada me engañó –ahora está casada y es madre, al menos eso
escuché.
Yo no había encontrado cómplices (amigos), todos
tenían prioridades distintas. Me refugié en Cortázar, Sabato y Wilde, y comencé
a leer a Camus en francés. Vivía aislado en mi habitación (quizás como Hesse, o
como bien dijo Ignacio: como “lobos entre los lobos”). Para ese entonces mi
idea de morir joven –porque me da miedo la vejez y la dependencia– tomó fuerza.
Probablemente estaba completamente equivocado, pero no quiero hijos ni
matrimonio. ¿Es cuestión de decisión o independencia? No lo sé, pero no quiero
obligarme a ser responsable por otros si es que puedo evitarlo. ¿Egoísmo?,
seguramente.
Por esos días comencé a investigar sobre Jung
–Lidy, debe de conocerlo por su instrucción en psicología– y su teoría de los
arquetipos, ya que la curiosidad de las semejanzas entre Poe y Baudelaire me
cautivaron. Cortázar, en una entrevista comentó sobre la idea del minotauro en
“Los Reyes”, también habló de Jung. ¿No les ha ocurrido que alguna vez han
vivido o pensado algo privado y después de algunos meses abren un libro
nuevo, desconocido, y encuentran ese mismo pensamiento, esa misma idea o
comportamiento? ¿Serán los personajes? Pero ¿Acaso éstos no son el reflejo del
autor? No dejo de observar o analizar esas ideas, de darme cuenta de las coincidencias,
de los patrones. ¡Bah!
Mis ganas de escribir aumentaron, empecé a hacer un
intento: cuentos sin final, algunos poemas estúpidos, solo miraba la hoja en
blanco escribía una palabra y seguía hasta no poder… Inexperiencia, actividad
pasional… Luego entendí que hay que pensar, al menos, en una estructura.
En todo caso, el año pasado me gradué de bachiller,
y éste es el año de la serpiente, el mío según el calendario (1989), me lo dijo
un compañero chino del trabajo: “Te va ir bien” (Ja, ja). Laboro en un estudio
de traducción jurídica y técnico-científica, no pagan muy bien, pero me permite
ir al teatro, escribir y sobrevivir. Estoy preparando mi tesis –o eso creo–
para obtener la licenciatura este año, e intentar independizarme.
Todavía, a veces, la nostalgia me ataca. Amo la
nostalgia, aunque a veces se torna en depresión y me atormenta. Otras veces –y
me lo han dicho ya–, creo que debería consultar con un especialista, quizás
tenga algún trastorno depresivo, suicida o compulsivo.
Hace casi un mes o poco más, me uní al taller.
Christian